Empezando por gustos, he de adelantar que Territorio Comanche es una de las mejores novelas que jamás he leído. Más aún, siendo un libro tan alabado, considero una osadía o intención torpe escribir sobre él, así que mejor aclarar que este «intento de reseña» solo aspira a ser una brújula para lectores entusiasmados, con la ambición de que sirva de inspiración con sus citas y observaciones.
Hablamos de un libro autobiográfico: una novela-reportaje que se desarrolla en las guerras yugoslavas, protagonizado por el reportero Barlés y el cámara José Luis Márquez, que en realidad cubrió el conflicto en compañía de Pérez-Reverte, con lo cual el escritor accede a su propia experiencia como reportero de prensa, radio y televisión durante más de veinte años en decenas de guerras.
Esa guerra, según el reportero Barlés “…siempre es la misma barbarie: desde Troya a Mostar, o Sarajevo, siempre es la misma guerra. (…) No sé qué os contarán otros; pero yo estaba allí y juro que siempre es la misma», tuvo lugar en la antigua Yugoslavia, con una duración de casi 10 años.
Es aquí, junto al puente de «Bijelo Polje«, donde comenzamos a acompañar las reflexiones y acciones de los dos, en «(…) el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta, donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre los cristales rotos. El suelo de las guerras siempre está cubierto de cristales rotos. Territorio Comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie, sabes que te están mirando.»
El estilo engancha desde la primera página, ese sarcasmo “pitch-black”, o humor absurdo, humor de la horca, me recuerda a los remates de Joseph Heller (Trampa 22) o incluso parece resonar con las frases de Kurt Vonnegut (Matadero 5).
En la destrucción inmensa, la oscuridad ubicua, “La gente cree que el colmo de la guerra son los muertos, las tripas y la sangre. Pero el horror es tan simple como la mirada de un niño, o el vacío en la expresión de un soldado al que van a fusilar.”, se nos revela a través de descripciones, filosofías, anécdotas al azar, hablando de los muertos: “Porque los muertos además de ser quietos están solos, y no hay nada tan solo como un muerto.”; y hablando de los aún vivos: “En sitios así pueden matarte de muchas formas, pero básicamente son tres. La primera modalidad es cuando sale tu número, como en la tómbola. Eso es inapelable, y cuando toca, toca. (…) Una es cuando llevas poco tiempo y todavía no sabes moverte bien. (..) En cuanto a que te maten, la tercera probabilidad, la más frecuente, es la ley de las probabilidades. O sea, que acabo de equis tiempo ya te toca.”
En toda esa realidad absurda, la vida de los reporteros de guerra gira alrededor de las entradillas, las retransmisiones, las fotos o imágenes que captan como si eso fuera el único objetivo o sentido de su existencia: “Márquez cojeaba desde quince años atrás, cuando iba con Miguel de Cuadra y se cayó por un precipicio con dos eritreos una noche sin luna, cerca de Asmara. Los dos guerrilleros murieron y él estuvo medio año parapléjico, en un hospital, con la columna vertebral hecha un sonajero sin mover las piernas y cagándose en los pantalones de pijama. Había salido adelante a base de voluntad y redaños, cuando nadie daba un puro por él. Ahora, cada vez que aparecía en la redacción, la gente se apartaba y lo miraba en silencio. No es que Márquez fuese a la guerra. Sus imágenes eran la guerra.»
Asistimos al cambio de plano, y vemos cómo se engrandece para convertirnos en testigos de detalles y ángulos de esta “rutina” bélica: nos encontramos con “los tipos raros de la guerra”, “la tribu de los enviados especiales”, los hoteles respectivos de cada guerra, y un capítulo desbordante: las mujeres en la guerra “que tienen un par de cojones”.
Y como un marco para fotos de momentos vívidos, acercándonos al final volvemos al hilo base: al Puente de Bijelo Polje, cuya importancia para Márquez y Barlés se ganó por el puente de Petrinja: “En cuanto al puente de Petrinja, fue volado, en efecto, dos horas después de que Márquez le dijese a Christianne y a Rust que ya no quedaba guerra, pero no había allí ninguna cámara para inmortalizar el momento. Márquez jamás se lo perdonó a sí mismo y desde entonces siempre andaba buscando un puente que filmar mientras lo volaban.”
A fin de cuentas, siendo buenos lectores, nos vemos allí, tumbados en el talud, con Márquez y Barlés, esperando el momento oportuno de este puente, como el remate más bello y paradoja que puede ofrecernos la guerra, o los reporteros, transmitiendo y documentando esta guerra, una guerra, que, como ya sabemos, siempre es la misma.