Ahora vamos a saber de qué lado masca la iguana. Refrán hermético, citado en el relato “El Crepúsculo Maya” de Juan Villoro.
1.
El siguiente texto es un comentario y análisis literario sobre El Disparo de Argón, una novela de Juan Villoro. En el relato “El Crepúsculo Maya” de Juan Villoro, que hace parte del volumen Los culpables, el narrador es llevado, como quien no quiere la cosa, a realizar un viaje de Yucatán a Oaxaca por razones indiscriminadamente azarosas, ajenas por completo a su voluntad: la suerte de haber ganado un auto en una rifa; la aparición de su foto en un diario; el reconocimiento, también fortuito, de un viejo conocido al que se le debe un favor de tan antiguo olvidado o posiblemente inexistente (como los mitos) que lo convence de agarrar carretera en su auto nuevo.
Estos hechos desaforados hacen que el narrador dé comienzo a su relato excluyéndose de toda responsabilidad: “La culpa”- nos dice en la primera frase- “fue de la iguana”.
En este relato (un road-story donde – parafraseando un clásico cartel cinematográfico- la culpa es del asfalto por el que viajan los personajes) el narrador/personaje es un sujeto involucrado, por las buenas o por las malas, en el trámite que conlleva y contribuye a la solución y resolución de las voluntades ajenas y de sus destinos. Así como él, el narrador de El Disparo de Argón, un joven oftalmólogo llamado Balmes, también personaje de su propia narración, se descubre inmiscuido, con las manos untadas hasta los ojos, en la resolución del destino de algo que no es él pero que le pertenece, algo que no lo conforma, pero sin embargo es lo que lo hace, algo que no es su destino, pero que es su destino.
Una imagen más de El Crepúsculo Maya, si me lo permiten: la iguana aquella a la que le vierten la culpa (y quizás, por qué no, la tenga), al morderse la cola forma una especie de óvalo, una curva que se cierra dejando siempre afuera su convexidad. Es el mismo óvalo (al menos ahora, analógicamente, imaginémoslo así) que descansa empotrado y vigilante (¿o deberíamos adelantarnos y decir que estaba ciego?), ya no con la mítica figura de iguana, sino con la metafórica forma de un Ojo sin párpado en la entrada de la oficina del doctor Suárez, por donde trabaja y se desplaza Balmes, el narrador/personaje de la novela, que como el de “El Crepúsculo Maya” también podría excluirse de toda responsabilidad y decir: “La culpa la tuvo el Ojo.”
Al principio, debo confesarlo, me decepcioné: una lectura inicial me dio a entender que la novela funcionaba como una frágil, llana y somera moraleja sobre el papel del individuo en la sociedad (la mexicana), sobre la importancia de tomar decisiones, así menudas, misceláneas, directas, dentro de pequeños grupos (el barrio, la clínica) para participar de la conformación de una comunidad. Pero en poco tiempo, para bien o para mal, me desengañé: la novela, en efecto, era esa moraleja, pero no en el sentido que yo intuía: no es una moraleja pedagogizante (lo que haría de la obra literaria un empobrecido ejemplar de tejido en el papel) sino una moraleja más bien acuchillante: su enseñanza no es ninguna (al menos así lo veo ahora) salvo la de que los personajes que la llevan a cabo, atolondrados por la falta de decisiones, arremolinados al borde de una crisis inminente que se viene atravesada por otra crisis, que a su vez ha sido heredera de una crisis más, como si se tratara de habitantes de una edificación que ha sido regida por la fatalidad, esto es, por una permanente presencia de la crisis, ilustrada en la clínica del Doctor Suárez por la figura azteca de Tezcatlipoca, símbolo de los sacrificios, que se levanta en la fachada; asombrados con el descubrimiento de unos hechos que no sólo llevaron a su comunidad, a su barrio, a su clínica, la corrupción, el dinero sucio, los fondos malhabidos e insalubres pero necesarios, la ceguera maculada, remordida, culpable, la penetración de fuerzas ajenas, de agentes externos, y por lo tanto extraños, que convergen en un ambiente de paranoias y temores (todo ello envuelto en una nebulosa moral por la que nadie se inclina a decidir hacia dónde impulsar la balanza – ¡hasta allá llega el absurdo de las voluntades ciegas! –y que desencadena una suerte de atmósfera más óntica que ontológica en la que se encuentra la pertinencia de llamar a todo esto, con Jean Luc Nancy, una comunidad inoperante), los personajes, decía, experimentan la conciencia plena de la muerte, encarnada en la muerte del Otro. Me refiero, en el marco de la novela, a la muerte de Iniestra, asesinado por unos encapuchados (que han sido filmados pero continúan siendo invisibles, inhallables) en la puerta de la clínica.
Iniestra es un doctor empecinado en sacar a la clínica de su crisis económica, y cuyas corruptelas son percibidas en algún momento como un mal necesario. La propuesta de Iniestra para solventar la crisis económica que atraviesa la clínica es incorporar, o desarrollar, puesto que ya se está llevando a cabo, un mercado de córneas con los Estados Unidos, traficando, o al menos agregándose en la cadena de tráfico de córneas a través de Tijuana con el país del norte. Más que mercado, es un contrabando de ojos, un cambalache ilegal, clandestino, de lo orgánico, de lo visible y de lo ciego. Así, Iniestra, dominado por las fuerzas mayores de una mafia invisible que viene siempre de un más allá ilocalizable, innominable, trans-fronterizo, es asesinado frente a los miembros de la comunidad. Esta muerte, visible, hace visible la muerte y es la apoteosis crítica de la clínica, marca el punto más álgido en la crisis de la comunidad y obliga a los personajes a responder a la presión ética en la que están envueltos y a actuar con urgencia de una u otra manera.
Sin embargo, no es la única crisis. En la novela, la idea de la crisis está presente en diferentes niveles. En principio, y en un nivel macro y ambiental, hay un leitmotiv en el que se reitera la condición contaminante de la ciudad, haciendo alusión a una crisis que podríamos llamar ecológica (“¿Cuánto falta –se pregunta el narrador Balmes después de percibir los olores de la ciudad- para que nos desplomemos sintiendo una moneda amarga en la boca?”). Ante la densidad que la contaminación genera en el ambiente, insalubre en todos los sentidos, sólo queda la vista (sentido inactivo al igual que el Argón) como el único sentido apto ante la pesadez del ambiente: “sólo los párpados – dice el narrador- están libres de hollín”. Otro nivel de la crisis es el cultural, en el se hace referencia a lo que en la novela es llamado la cultura del aguante, la cultura que tiene un gusto por la resistencia inútil. Este nivel de la crisis aparece en la superficie narrativa cada vez que el narrador hace una elipsis al pasado, muy a la manera proustiana, y se encuentra con esa idea ancestral, ya presente e inscripta en los códices aztecas, en la que la vida es concebida como un infierno, como un desastre con diversas formas de morir. Un tercer nivel de la crisis es el relacionado con los vínculos del poder y el compromiso y el odio que genera.
La posposición de la jefatura de Retina, el rumoreo que hace que todos sepan lo que yo no sé, la incitación y la desacreditación de un puesto de poder, genera una pregunta no tanto por el vacío de poder (que a la larga es una imagen impensable en el orden de la realidad: todo espacio vacío es ocupado por alguien o por algo) sino por la necesidad del poder. De ahí que junto a esta pregunta, surja el interrogante sobre la ausencia de Suárez, quien en apariencia ha dejado un vacío de poder: “La jefatura de Retina comporta pocas satisfacciones, pero Suárez la ha hecho interesante con tantos titubeos. Ugalde, el subdirector, dice que esperemos y nos da oficiosos apretones de manos. Pero la posposición ya alcanza un grado monomaníaco. ¿Le habrá pasado algo a Suárez?” . Esto nos introduce al otro nivel, que es, precisamente, el de la ausencia del doctor Suárez, el Maestro. La toma de decisiones ya no está en manos de quien es el natural responsable de ello, sino que en una especie de traspapelación, el subdirector Ugalde, toma las decisiones inescrupulosamente, advirtiendo que el espacio del poder no tolera la vacuidad. En el momento en que los diferentes niveles de la crisis estallan y, a partir de la muerte de Iniestra, la situación se hace tremendamente crítica, es urgente la búsqueda de Suárez para “asumir responsabilidades”. Tanto, que la novela se desplaza por primera vez fuera de San Lorenzo, se extra-limita para salir a buscar al Doctor Suárez en su refugio.
El último nivel de la crisis, con el que hace explosión la situación en la Clínica, es el reconocimiento de la descomposición del cuerpo, de la comunidad: “Como cuerpo – dice el narrador- nunca hemos estado en peor situación; somos una red de fermentaciones y secreciones a destiempo.” El descubrimiento de los malabares retorcidos de Iniestra, quien mientras vende ojos en frascos de alimento para bebés, traza planes y redacta informes en los que concibe la clínica como un mercado de ojos y trata de hacer de algo repugnante y corrupto, algo normal y sano, trata de naturalizar lo que, en términos médicos, pertenece al campo de lo corrupto; las revelaciones técnicas de Garmendia, el encargado del banco de ojos, sobre el contrabando de córneas a los Estados Unidos y la cantidad de dinero que estas operaciones hace fluir; en últimas, la conversión de la clínica en un tianguis y la descarada y poco convincente autoproclamación de inocencia revela la podredumbre moral de los responsables. Dice Garmendia, después de revelar que el banco de ojos que supervisa intercambia córneas podridas por córneas buenas para proveer el contrabando a los Estados Unidos:
…surto lo que me piden, punto; si me atuviera a las donaciones, jamás me daría abasto – ya no era el notario resignado a los trámites insolubles; su voz tenía un dejo de humillación- . Haití exporta sangre y cadáveres para las universidades, en Guatemala se adoptan bebés para el tráfico de órganos…sin ir más lejos, mire no más- me tendió un recorte de periódico: << Colima, Col. 26 de julio. La desaparición de menores en los últimos en el Distrito Federal puede estar ligada al tráfico de órganos humanos que se está practicando en la frontera norte del país, afirmó el subprocurador de procesos de la Procuraduría durante la Reunión Nacional de Escuelas y Facultades de Medicina que se efectúa en la Universidad de Colima>> (…) Lo nuestro no es tan grave – continúo Garmendia- y no se crean, yo también estoy preocupado, verdaderamente alarmado”
2.
Las escrituras, y sobre todo las literarias, pero también las filosóficas, históricas, periodísticas, científicas, etc., las narraciones (intentando con esto envolverlas a todas) apuntan a representar y a constituir la realidad (en muchos casos a partir de la ficción, pero sobre todo a partir de la realidad misma) sobre la fragmentación de los espacios, las palabras, los hechos y los datos. El mundo, al ser una red de significaciones ligadas, es decir, una madeja simbólica, está compuesto por varios mundos interrelacionados, dependientes, abstraídos el uno con el otro. Así, de las intensiones totalizantes de hace unos años, salvadas las exclusiones, de las novelas abarcadoras (se me vienen a la cabeza obras canónicas latinoamericanas del tipo de La región más transparente, Cien años de soledad, El Obsceno pájaro de la noche) se ha pasado a una forma novelada más fragmentada pero a la vez más precisa: ya no se habla de la Ciudad, como en la novela de Carlos Fuentes en la que el personaje es la multiplicidad total de la Ciudad de México, sino del barrio, de un barrio, (¿real?, ¿ficticio?), como en la novela de Villoro; ya no es suficiente hablar de la sociedad, sino que se hace necesario, o al menos así lo demuestra la literatura, hablar de la comunidad. A lo mucho, de las comunidades: Y estas comunidades son, por cierto, puramente discursivas: el espectáculo urbano de fines del siglo veinte tiene una materialidad cambiante y una multiplicación espacial tal (que, por cierto, la asemeja con el lenguaje), que crea un constante acceso a áreas de representación (y de reverberación) hechas a partir de voces en flujo, autorreflexivas, paródicas, limitadas, que habitan una específica comunidad, una colonia, un espacio determinado, limitado, si se quiere (en San Lorenzo, las calles y los accesos forman una sospechosísima cuadrícula, casi impensada en México, que en el marco de la narración no se traspasa salvo en el fragmento en que salen del barrio a buscar a Suárez), una novela. La clínica, de hecho, es vista por uno de los personajes, Sara Martínez, quien tiene en la novela un papel conjetural, como una serie de signos herméticos que esconden un discurso racional, como si se tratara de un universo semiótico en el que el desciframiento de los signos conduce al conocimiento de los habitantes.
De esta manera, en El Disparo de Argón la referencia y la valoración (sin juzgamiento) a la comunidad como un ente concreto, específico y delimitado, se sobrepone al abstracto e imaginario, de naturaleza más bien infinita, ente de la sociedad.
San Lorenzo – dice el narrador refiriéndose a su barrio- tiene mucho de isla; la ciudad nos rodea como una marea sucia y movediza; México, de más está decirlo, es de las pocas ciudades donde es posible perderse, perderse en serio, para siempre (…) Por dentro – continúa el narrador- la clínica es como un vientre profundo, ajeno a las horas y a las luces de afuera; de todas formas, es curioso que nuestros afanes se cuelen a la isla.
Me explico a partir de una paradoja: las operaciones del mundo en el que vivimos, sobreinformado, globalizado, veloz, pretenden estandarizar todos los dominios humanos y naturales. Esa estandarización del mercado, del arte, de la ideología, incluye, desde luego, también la de los conjuntos morales, que al ser observados socialmente, es decir, basados en una estructura artificial, como un conglomerado normativo, sólo se pueden comprender a partir de la condición de que las personas que conforman esa supuesta sociedad sean colocadas, sistemáticamente, en una situación sin alternativa, a través de adoctrinamientos o de las manipulaciones de sus acciones. Mientras que vistos en términos de comunidad (es decir como una estructura orgánica) la naturaleza de la moralidad y la crisis son percibidas de otra manera.
Esa otra manera corresponde a un proceso en el que la crisis aparece como una situación que favorece a los individuos y los insta a hacerse responsables de su responsabilidad, otorgándoles y dándoles pie para que maduren los elementos indispensables que conforman el yo moral: la libertad, la autonomía y la responsabilidad. Esta, por su parte, es la posición del doctor Suárez, para quien la enfermedad y el mal son una tragedia con un fondo noble: “Nunca le he oído– dice el narrador refiriéndose a su maestro- ningunear ningún mal”; y en últimas, también la de la novela. Es lo que propone la lectura del motivo que atraviesa la novela sobre la búsqueda de un jefe para el departamento de Retina, objeto de una de las tantas crisis en que se encuentra la comunidad. En ese motivo se puede ver la relación con el poder, el vaciamiento y la imposibilidad del vacío del poder; el tránsito entre estas dos naturalezas de la moralidad (la del artefacto social y la del organismo comunitario) que aparece en la novela: una comunidad (el barrio, la clínica) que se descubre en crisis y que en respuesta a ella se debate entre un actuar y otro, entre una operación y otra, de manera que se desprende en y otorga al individuo la responsabilidad de su propia responsabilidad: Lánder, uno de los doctores de la clínica, quien “vive como si debiera estar en otro sitio”, desconfía de quien vaya a ocupar la jefatura de Retina, sea quien sea. Por su parte, Balmes, el narrador, ni siquiera piensa en que le vayan a ofrecer el puesto, y si así fuera, no piensa en aceptarlo.
Lánder, en un diálogo de larga espera digestiva y lluviosa, le aconseja que acepte el cargo, que asuma esa responsabilidad, le hace una especie de invitación al fango: “¿De veras podía ser el jefe de Retina? – se pregunta el narrador- Tal vez Lánder sólo quería probar si sigo siendo un amigo interesante, es decir, corruptible”. La sola pregunta encierra un estado de conciencia sobre la responsabilidad y el estado crítico de la comunidad: los vínculos que hay entre los integrantes de una comunidad, se dan a partir de la corruptela que los engrana, y ocupar un espacio de poder es hacerse partícipe de ese engranaje corrompible, pero quedarse al margen es también asumir una responsabilidad: en definitiva, Balmes es el responsable de su propia responsabilidad. Y de alguna manera, esa pregunta que se hace el protagonista, al interrogarse sobre la presencia de un espacio y la (im)posibilidad de ocuparlo, sobre la toma de decisiones que hay en torno a ese, y a otros, estados críticos en que se encuentra permanentemente la comunidad, también trae consigo una de las preguntas claves que arroja la novela: ¿No será que estamos ciegos?
3.
Otro gran signo de interrogación, este mucho más abstracto, es el de la conciencia de la muerte, que incluye, o antecede, al accionar propio de la muerte. La pregunta por la muerte se desprende, al ser interrogada, por la pregunta por la comunidad: la cuestión de la muerte es una cuestión común, no individual, y en ella, precisamente, radica la comunidad. En la novela de Villoro está presente esto de varias maneras, una de ellas es la muerte de Iniestra frente a la Clínica de Suárez – el Maestro-, que genera en los otros integrantes de la comunidad un vínculo especial a raíz del cual los accionares de los personajes se destinarán por completo a la resolución del destino de la comunidad:
Es la muerte, siempre la muerte del otro, la que presiona en la conciencia del individuo la posibilidad de su propia muerte, y al de la comunidad. En la novela de Villoro, esta conciencia de la muerte lleva al narrador, en primer lugar, a disponer de una serie de estrategias en procura del hallazgo del Doctor Suárez, única figura que podría, de alguna manera y en consecuencia con su naturaleza de hombre de ideales, quien nunca ha tenido, como afirma Balmes, contacto con las “realidades menores que hacen la vida de la clínica”, redireccionar el rumbo en que la clínica (la comunidad) se ha encaminado. Esto, a su vez, y también en torno a la conciencia y al riesgo de su propia muerte, lo lleva a tomar decisiones, a crear estrategias con las cuales sobrevivir a la conciencia de la muerte. Como si el universo en el que se narran los sucesos del Barrio San Lorenzo, tuviera cierta temporalidad mítica, o al menos no-progresiva, las estrategias que propone la novela se sobreponen las unas a las otras, conviven en el mismo espacio y en las mismas dimensiones. Esto, por un lado indica que, a su manera, la novela expone el recorrido moral de la cultura mexicana: se entrelazan unas concepciones pre-científicas, arcaicas, con unas post-científicas que, sin llegar a ser modernas, se disfrazan de modernidad. Todo esto a la vez que los sucesos son explicados con una lógica extrema que se aprovecha de los recursos técnicos junto con los recursos del conocimiento popular, más vasto, rudimentario, agorero. Esta idea se encuentra encarnada en la figura del doctor Felipe, un personaje sin apellido y por lo tanto sin enlace, sin prolongación, sin descendencia; quien versaba su conocimiento médico en la inventiva y en la verosimilitud de sus discursos y sus recetas. Pero esto no sólo se da en el recurso temporal (los recuerdos de Balmes del barrio en los años de la infancia) sino también en una coexistencia, en un sincretismo de los sistemas de creencias y los funcionamientos de un mundo/ciudad múltiple, inmenso y misceláneo. La clínica está inmersa en el barrio San Lorenzo, así como el barrio está inmerso en la clínica, lo hace, lo conforma y lo transforma. A su manera, la clínica contrapone el desorden arquitectónico con que el barrio materializa su existencia a partir de una arquitectura hermética ideada por el Doctor Suárez. La analogía entre clínica, barrio y comunidad se asienta en una relación sincrética que entrelaza, de manera significativa, las tres estrategias que sobrevienen a la conciencia de la muerte. A su vez, esta idea está encarnada en el Doctor Suárez. Su “desaparición”, posterior a la reclusión voluntaria en su oficina titulada El Inactivo, y la postrera urgencia con que es buscado para la resolución de la crisis asevera la analogía entre la clínica y la comunidad. Esta relación deja entrever que la comunidad (la clínica) ya no funciona como una entidad en la que está enclaustrada la homogeneidad (propia de la muerte), sino que por el contrario, su funcionamiento se asemeja al de una espera: La comunidad (la clínica) es un espacio abierto a lo por venir. Balmes, haciendo las veces de Ojo involucrado, de Ojo que no solamente se detiene a mirar – que en el fondo es lo que quisiera hacer (su deseo: no comunicar) – sino que se descubre participando de la acción común, sostiene lo que Suárez a querido construir: una comunidad que se mira a sí misma y que al verse se reconoce ciega. Sin embargo, la lógica de la mirada que propone la novela produce un retruécano estremecedor: al recobrar la visión de Suárez, Balmes sentencia su muerte. Fernando Balmes, el elegido por el Doctor Suárez (conciencia ciega) para que opere su retina, se debate en su propia responsabilidad donde la toma de una decisión es el contingente carácter ético de la comunidad, del que depende su reconstrucción. Esta doble entrega, reorganiza el reparto de la comunidad, y aún sin solventar su permanente estado de crisis, le otorga los signos, la escritura, por la cual al devolverle la vista al ojo ciego hace que el ojo ciego vea su ceguera.
En esa ceguera con la que se retorna, reposa la condición de conciencia clara de la que Suárez (y a manera de aprendiz, también Balmes) es el exponente en este universo narrativo. La exigencia de la que proviene esta conciencia clara es la de la separación, mas no la del abandono (Suárez en su retiro oscuro, más allá de los límites de la clínica, más allá de los límites del barrio, e incluso, más allá de los límites de la ciudad). Es precisamente lo contrario del abandono, puesto que esta conciencia clara se revela en un espacio que está fuera del sí-mismo, donde un Ojo está viendo su propio Ojo, la luz pura, de la que San Buenaventura dice, o al menos dice Villoro que dice San Buenaventura, que al mirarla, se juzga que no se ve nada.