Literatura en la Argentina prehispánica
Antes de la conquista española, el territorio de lo que hoy en día es Argentina gozaba de 26 lenguas originales que con el pasar de los años y de los procesos de aculturación y deterioro cultural fueron desapareciendo, y con ellas, fueron desapareciendo también los relatos orales, las mitologías y las oralituras que las conformaban. Sin embargo, lenguas como el quichua y el guaraní se desarrollaron aún después de la conquista española y, como señala Martín Prieto, “debido a que los misioneros las adoptaron como lenguas de predicación y las enseñaron a los indios, aun a aquellos para quienes no eran estas sus primeras lenguas”.
En su Breve historia de la literatura argentina Martín Prieto también señala que en el siglo XVI “con la expedición de Pedro de Mendoza llegaron al Río de la Plata el clérigo Luis de Miranda y el soldado alemán Ulrico Schmidl quienes, algunos años después, escribieron las primeras relaciones que se conocen y conservan sobre ese viaje que, solo porque la acción sucede en el que más tarde será reconocido como territorio argentino, pueden considerarse los dos primeros documentos de conformación de la prehistoria de la literatura nacional”.
Letras en la República
La literatura propiamente argentina, esto es, aquella surgida después de las luchas de independencia en el siglo XIX, como las otras literaturas nacionales de América Latina, ha estado regida por dos ideas complementarias. Por un lado, una idea donde lo literario hace parte del proyecto de construcción de una nación y por otro, una idea que vincula lo literario como fenómeno estético. La articulación entre estas dos ideas complementarias es lo que podemos definir como literatura argentina.
En relación a la literatura como elemento constitutivo de los procesos de construcción de la nación en América Latina, debemos advertir que en los países latinoamericanos la literatura juega un papel preponderante en el imaginario moderno del Estado-nación. En este sentido, durante el siglo XIX la literatura argentina funcionó como vehículo transmisor de ideas orientadas a la construcción de la nación, a crear modelos de subjetividad y de identidad que lo nacional determina y fija en la escritura. La novela, como señala Benedict Anderson en su libro Comunidades imaginadas, genera las condiciones de posibilidad para imaginar una nación. Esto es gracias a que el género de la novela en el siglo XIX ofrece una eficaz representación de una sociedad o nación como construcción simbólica. Este poder de representación implica una imagen mimética de esa sociedad traducida a la escritura. (Para ampliar más este contexto, consultar nuestro artículo sobre la literatura latinoamericana en la Colonia y el siglo XIX).
En ese sentido, la obra de Domingo Faustino Sarmiento Facundo, Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga (1845) se consolida como un texto fundacional de la literatura y la cultura argentina y latinoamericana. Publicado por primera vez en Chile, esta obra de Sarmiento pone en juego el manejo y la apropiación de la cultura europea, trasplanta, traduce y apropia las ideas extranjeras para que se adapten a lo nacional a través de la dicotomía entre civilización y barbarie. Como apunta Ricardo Piglia en “Notas sobre Facundo”, “el escritor se define como un civilizador y sus textos son el escenario donde circulan y se exhiben las lecturas extranjeras”. El Facundo de Sarmiento se convierte así en un ícono de la relación entre la literatura y la configuración de un proyecto de nación.
De igual manera, una novela paradigmática como Amalia (1851) de José Mármol, que inicia el ciclo de la novela nacional argentina, es ejemplar, ya que en ella, como apunta Alberto Julián Pérez “la generación que está por fundar el Estado nacional permanente, que pelea por ocupar un lugar en esa nación por hacerse, que se rebela contra el gobierno de los caudillos regionales, a los que considera impostores, que quiere liderar una revolución cultural y política que impida la profundización de lo que consideran la contrarrevolución rosista, y restablezca los valores originales de la Revolución de 1810, simbolizados en lo que llaman los principios de Mayo”. El propósito de la novela como señala Pablo Ansolabehere en “Amalia y la época del terror” consiste en retratar una época a través de una ficción.
Otras obras claves del siglo XIX en la consolidación de la literatura argentina son la obra de Esteban Echeverría, principalmente su relato “El matadero” escrito en 1840 y publicado en 1871 y el Martín Fierro de José Hernández (1872-1879). En “El matadero”, Echaverría escribe, según Martín Prieto en su Breve historia de la literatura argentina “una alegoría que encontraba en la misma estructura productiva del matadero un significativo simulacro del ‘modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales’”. Por su parte, José Hernández con el poema El gaucho Martín Fierro creó un éxito de público sin antecedentes en el Río de la Plata que repercutió en 1879 con la publicación de La vuelta de Martín Fierro. Con esta obra Hernández construye, a partir de las convenciones de la poesía gauchesca, lo que María Teresa Gramuglio y Beatriz Sarlo identifican como una recolocación “de esas formas en una nueva ideología literaria” y una explicitación de una programa social cuya fuerza proviene de un preciso ajuste verbal y narrativo.
El siglo XX literario en el Río de la Plata
El fin de siglo en Argentina en el campo literario vino acompañado por la fuerte presencia de la estética modernista que, con Rubén Darío a la cabeza, se expandió a lo largo del continente. Es de destacar la presencia de Rubén Darío en un diario como La Nación, donde sus crónicas eran leídas por miles de lectores. Durante los años que vivió en Buenos Aires publicó algunas de sus principales obras como Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905). Entre los escritores que continúan la estela modernista se encuentra el poeta Leopoldo Lugones quien en 1909 publica su poemario Lunario sentimental y la poeta Alfonsina Storni, considerada por la crítica como la más importante poeta posmodernista de América Latina con su obra El dulce daño (1918).
En estos años también circularon en revistas, diarios y volúmenes los cuentos deudores de la estética modernista del escritor Horacio Quiroga quien con Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), entre otros, se sitúa como uno de los primeros cuentistas argentinos. Cuentos como “El almohadón de plumas”, “La gallina degollada”, “Ante el tribunal” y “A la deriva” consolidan a Quiroga como un maestro del género que, como menciona Jorge Ruffinelli en “Horacio Quiroga en la selva” logra una “imbricación misteriosa y sombría entre los hechos naturales y el estremecimiento que los habita”.
Al terminar la primera década del siglo XX en Argentina con la celebración del Centenario de la Revolución de Mayo se produce una reformulación del nacionalismo cultural así como ataques contra el positivismo como consecuencia de todo el proceso modernizador iniciado hacia la década del 80 del siglo XIX. Efecto de esto es la proliferación de revistas culturales y literarias que circulan por las grandes ciudades, particularmente por Buenos Aires. Entre ellas se encuentran las revistas Martin Fierro (1924-1927) y Proa (1922-1923), en cuyas páginas tiene presencia algunos de los escritores más relevantes de la renovación vanguardista latinoamericana como Macedonio Fernández, Oliverio Girondo y Jorge Luis Borges. En estas revistas se proclama y se lleva a la práctica todo un programa que pretende dejar de lado el Modernismo y a su apego por el pasado clásico así como proponer una nueva sensibilidad vanguardista.
Macedonio Fernández, a quien la crítica en general considera como “el punto más extremo del arco programático de la vanguardia argentina”, al decir de Mónica Bueno en su libro Macedonio Fernández, la vida y la literatura, es un autor que redefine lugares, géneros y marcos con obras como No toda es vigilia la de los ojos abiertos (1928), Papeles de reciénvenido (1944) y su Museo de la novela de la Eterna (1967). Oliverio Girondo, por su parte, con los poemarios Poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y El espantapájaros (1932) participa también activamente de esa renovación cultural que supuso para la Argentina y para el continente la incorporación de rupturas vanguardistas.
Jorge Luis Borges es quizás el escritor latinoamericano más influyente del siglo XX. La obra de Borges, con sus paradojas y su apego a la ficción es determinante ya que con ella, más allá de sus vinculaciones con la vanguardia, hace aparecer en el Río de la Plata la literatura fantástica del siglo XX. En Ficciones (1944) y El Aleph (1949) se encuentra lo más destacado de la producción narrativa de Borges. Allí se encuentran ficciones pobladas por los elementos que harán de Borges una figura mítica, como los laberintos, espejos, bibliotecas y tigres, que, mediante figuras recurrentes como la paradoja y el oxímoron y, como apunta Martín Prieto, “hasta la misma complejidad sintáctica, desafían y erosionan la idea de limpieza y linealidad, asunto, además, reforzado por el uso regular del paréntesis, por los llamados al pié de página ‘incesantes e indiscretos’ -así los llama Pierre Macherey- que traban y detienen el fluir de la narración, por proliferación de palabras no puramente denotativas, sino, antes bien, sensuales y diferentes, sensualidad que se refuerza, además, por la notoria presencia de nombres propios, la mayoría de ellos extranjeros, y la reproducción de títulos, falsos o verdaderos, en su idioma original, que casi nunca es castellano, y que tienen entonces un valor en el que prevalece la extrañeza del significante, cuando no la pura sonoridad”.
Tanto como la obra de Borges, la de Roberto Arlt significa un parteaguas en la literatura argentina del siglo XX. Sus novelas Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931) son ejemplares para entender la obra de un escritor que, como lo ha clasificado Beatrz Sarlo, es un excéntrico que sostiene el extremismo de su literatura. Se trata, en definitiva, de un escritor inclasificable que relativiza las ideologías vaciándolas de sus diferencias. “La novela del siglo XIX, el folletín, la poesía modernista y el decadentismo, la crónica de costumbres y la crónica roja, los saberes técnicos” son elementos que se conjugan en sus novelas a través de lo que críticos como Noé Jitrik denominan “escribir mal”, resultado de un “discurso insomne, de una “narración taquicárdica”, que utiliza lo paródico para interpretar lo político. En ese sentido, para leer la obra de Arlt es indispensable pensar su relación con el realismo. A propósito de eso, señala la crítica Sandra Contreras en su artículo “Discusiones sobre el realismo en la narrativa argentina contemporánea” que “el realismo de Arlt (…) apunta, justamente, a situar en Arlt no sólo un progreso respecto de las formas epigonales del paradigma del realismo sino un salto cualitativo que tiene que ver con un replanteamiento esencial de la función mimético representativa. Arlt (…) crea para la novela argentina un nuevo realismo que, a través de la ‘visión’, ‘provoca una verdadera revolución formal’”.
Cabe mencionar dentro de la literatura argentina del siglo XX la obra de autores significativos como Adolfo Bioy Casares con su novela fantástica La invención de Morel (1940); Leopoldo Marechal y su novela Adán Buenosayres (1948); Julio Cortázar con la exploración de lo fantástico y lo formal en Las armas secretas (1959) y Rayuela (1963), entre otras; Antonio di Bendetto con su novela Zama (1956); Rodolfo Walsh con sus crónicas, fundantes de la tradición del nuevo periodismo, Operación masacre (1957) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969); Manuel Puig con la incorporación de la cultura popular en sus novelas La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969) y El beso de la mujer araña (1976); Juan José Saer con su exploración formal sobre un espacio literario en sus novelas Cicatrices (1969), Glosa (1986) y El entenado (1983); y Ricardo Piglia autor de las novelas Respiración artificial (1980) y La ciudad ausente (1992), así como de los Diarios de Emilo Renzi (2015), renombrada obra exponente de la escritura de diarios personales en América Latina.
Asimismo, durante el siglo XX autoras como Silvina y Victoria Ocampo, Sara Gallardo y Silvia Molloy son representativas de una literatura que, desde sus inicios, pone en tensión las identidades políticas con las renovaciones estéticas de cada época.
El relevo literario en Argentina: siglo XXI
Desde finales del siglo XX hasta ahora, el campo literario argentino ha visto surgir la obra de autores como Rodolfo Fogwill o César Aira, éste último central en la renovación del canon literario latinoamericano con su obra prolífica de más de cien títulos hasta el momento.
Alan Pauls, Martín Kohan, Daniel Guebel, Luis Gusman, Gabriela Cabezón Cámara, Patricio Pron (Trayéndolo todo de regreso a casa – 2021), Camila Fabbri, Michel Nieva, Martín Felipe Castagnet y Samanta Schweblin son también nombres centrales de la actual literatura argentina.
Muy bueno