Los Usos de las Imágenes es un libro del aclamado historiador del arte E.H. Gombrich (1909 – 2001) en el cual explica la transformación histórica de la pintura debido a la diversidad de demandas sociales y culturales a las que ha tenido que responder. El subtítulo «Estudios sobre la Función social del Arte y la comunicación» es bastante explícito del enfoque de la obra, el cuál subraya el para qué de las imágenes en la historia.
A Gombrich le interesa mucho la pintura (y en segundo grado otras imágenes no necesariamente artísticas) en tanto fundamento y raíz de la comunicación humana, y sin olvidar el importante papel del artista individual, exalta sobretodo el sentido histórico de las imágenes y su papel en distintas épocas y pueblos. {Esta reseña fue publicada originalmente en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica en el número 24 de agosto de 2005: LOS USOS DE LAS IMÁGENES. Estudios sobre la función social del arte y la comunicación visual. E. H. Gombrich. COLECCIÓN TEZONTLE. México, FCE, 2003. 303 pp.}
Los diversos estudios desarrollados por el experimentado historiador y crítico de arte Ernst Hans Gombrich acerca del génesis, naturaleza e impacto social, incluso psicológico, de las obras visuales son muestra de su obsesión por comprender la expresión visual y las experiencias basadas en el ver.
Surgidas de la pura necesidad de los grupos humanos para comunicarse entre sí, Gombrich afirma que las imágenes “encarnan” las múltiples sensibilidades que diferentes sociedades se permiten o prohíben, respecto al mundo circundante y el más allá. En este orden de ideas, la publicación a finales de los años setenta de su reconocido libro Historia del Arte es uno de los más importantes textos en la descripción de las variadas relaciones entabladas entre el arte y las sociedades a lo largo del tiempo.
En el libro Los Usos de las Imágenes Gombrich da cierta continuidad a su libro sobre la historia del arte, profundizando en la función de la imagen en la sociedad. La respuesta de Gombrich acerca del empleo y creación de los objetos visuales, toma la forma de un recorrido historiográfico que hurga en detalles y vastos ejemplos sobre las manifestaciones pictóricas y escultóricas principalmente que han tenido lugar en sociedades tan distanciadas en el tiempo como el antiguo Egipto y la Europa decimonónica.
Para conservar la coherencia expositiva, el autor afirma haber recurrido al programa del eminente y fallecido investigador de la civilización y el arte, Jacob Burckhardt. Quería éste que sus sucesores analizaran cada obra de arte como si ellas satisficieran una demanda sociocultural. Sin embargo, Gombrich ha decidido poner a prueba la aplicabilidad del anterior arbitraje, frente a la diversidad de demandas que él encuentra en la historia del arte y a la disimilitud de las expresiones.
A diferencia de otros libros escritos por éste mismo autor, por ejemplo Arte e Ilusión, aquí es notable el distanciamiento de la teoría funcionalista psicológica, aunque de éste no abandone algunas de sus máximas como “La forma acompaña la función” o “el fin pictórico determina los medios materiales de realización”, entre otras.
Los once capítulos que componen Los Usos de las Imágenes son en su gran mayoría conferencias individuales, que vistas en conjunto, demuestran un renovado interés por la sociología de corte más estructuralista y la historiografía. Y aunque la preocupación del texto no versa directamente sobre el problema de la participación y percepción individual de la obra que adquiere dimensiones colectivas, no por ello se ha evadido preguntar acerca de “la influencia de la situación social sobre un género –artístico- que debe su origen a un artista individual”.
Así las cosas, Gombrich toma como paradigma de aproximación el género de la Caricatura para mostrar cómo un estilo individual (Gombrich atribuye la invención de la caricatura política a un inglés de finales del siglo XIX) llega a convertirse en canal de expresión común a la sociedad, al cual se le llega a otorgar una función muy específica, en este caso, en el campo de la burla política. De nuevo, con esto quiere hacer notar que la función asignada a una imagen está siempre relacionada con su forma (es decir, la apariencia como primer elemento de comunicación) y con el medio usado para su creación.
Para comprender mejor la anterior idea, es oportuno recordar la función asignada a la pintura en las bóvedas de las iglesias italianas de los siglos XVI y XVII. El “mural en el techo” estaba destinado a ser objeto de un marcado ilusionismo por medio del uso de una perspectiva que procuraba la representación celestial (“la luz que viene del cielo”) a través de la depuración de composiciones realistas: la magnificencia de la obra debía cautivar al espectador, transmitiéndole, en segundo plano, la destreza del artista y, en primer plano, el significado profundo de lo que allí se mostraba. La respuesta del arte a la demanda de la Iglesia en este orden fue inmediata, vasta con recordar la obra de Andrea Pozzo, La entrada de San Ignacio en el paraíso (1691 – 1694, Iglesia de San Ignacio, Roma).
Aunque la compilación de conferencias agrupada bajo el título del libro aquí reseñado no goza de un rigor semiótico, no por ello se ha dejado de analizar parcialmente cómo una obra visual (un signo visual) adquiere significación en contextos sociales. Gombrich se ha encargado de dilucidar mediante una abundancia de ejemplos cómo han sido aceptadas y rechazadas las imágenes, qué lectura se ha hecho de ellas históricamente y cómo su valor original ha ido mutando junto con los cambios de percepción en el transcurrir de los periodos históricos.
Pero, entrando un poco más profundo en el texto, podemos encontrar que el argumento cardinal en su estudio sobre la función social del arte es el de “evocación dramática”, a través de la cual, dice, se ha buscado crear un sentimiento de empatía con el espectador. Con ello quiere señalar por ejemplo que el renacimiento recupera aquello en lo que el arte griego clásico había sido revolucionario: la lenta pero firme aproximación a las apariencias naturales, debida tal vez a la demanda de “ver las cosas como si estuvieran pasando”.
En esta misma línea de pensamiento pero con referencia a otro momento histórico, Gombrich expone que los cambios de la imagen religiosa entre la Edad Media y el Renacimiento pueden, a su vez, ser entendidos a la luz de las demandas cristianas en torno de la representación del dogma. Por ejemplo, es claro que a mediados del siglo XVI la pintura en retablos (de raíz bizantina y saturada de símbolos) iba en vertiginosa caída debido a las protestas reformistas en contra de la idolatría.
Sugiere Gombrich que en materia de arte Grecia es a Egipto como el Renacimiento es a la Edad Media: en los dos primeros, se procuró la acentuación de elementos ilusionistas, narrativos y naturalistas, más que la definición de un simbolismo didáctico de perfil sacro, como en el caso de los dos últimos. Dicho sea de paso, esta última característica fue una necesidad para la iglesia medieval; fue el Papa Gregorio Magno quien aseveró que la pintura debía servir a los laicos analfabetos con el mismo fin con el que los clérigos usaban la lectura. Por esa razón, la pintura de la Edad Media, al igual que el arte clásico egipcio, decoró sus lugares sagrados (iglesias y tumbas) con base en una demanda equivalente y de suma importancia en lo referente a la ostentación jerárquica: los seres representados en las imágenes debían ser claramente reconocibles a través de signos muy precisos como las ornamentas faraónicas o los estigmas de los santos cristianos. Lo cual quiere decir, continúa el autor, que en estos periodos los fines narrativos estaban supeditados a los fines simbólicos, más trascendentales por entonces. Pero muy al contrario, sería el arte griego y el arte del quattrocento italiano, donde el ilusionismo (entiéndase, cualidad mimética del realismo) y la narración fueron sobresalientes.
Se puede estimar claramente que estas últimas características están relacionadas con el escape de la pintura de los contextos sagrados. Si bien es probable que La última Cena de Leonardo da Vinci haya ocupado primero un lugar en un altar, dice Gombrich que es en Leonardo y en Tiziano (un poco anterior en el tiempo) donde se empieza a dar un cambio importante: en ellos dos se aprecia la evolución de la imagen de culto para convertirse en una realización admirada por sí misma como obra arte. Pero, advertencia, la desacralización del arte no debe tomarse como algo que ha llegado a la historia de repente, por el contrario, se puede ver que para el siglo XIV el todavía precario estilo Gótico Internacional ya estaba enfocándose en satisfacer la demanda de un grupo de aristócratas que concibió a las imágenes como objetos de lujo para la esfera cortesana. Este valor fue expandiéndose y haciéndose poco a poco más accesible hasta que en el siglo XVIII los cuadros ya estaban adoptados como objetos para el hogar, lo cual traduce, guardando las distancias, una fuerte domesticación de la pintura.
Así mismo, pronto la pintura habría de sufrir otro revés gracias a la competencia de un medio más barato, el grabado. Bajo estas circunstancias y paralelamente a lo anterior, Gombrich describe otras relaciones entre arte y sociedad. Sin dejar de lado la escultura, ejemplifica su papel en un lugar muy preciso: La piazza della Signora en Florencia. Con esto expone la demanda que el espacio público ejerció en los siglos XV y XVI y su posterior influencia sobre la creación de estatuas de reyes, patrones y próceres en los siglos XVIII y XIX. La perspicacia investigativa del autor se nota al explicar que aunque el simbolismo de la Edad Media había sido arroyado por la narrativa y el ilusionismo renacentista, reaparecería con igual fuerza en otros momentos. La sátira pictórica del siglo XVIII y las imágenes de la Revolución Francesa no escatimaron esfuerzos al emplear una compleja iconología. Por ejemplo, la representación de demonios fue adoptada como base de la imaginería política dieciochesca y “el ojo luminoso” fue uno de los íconos del nuevo e irónico “simbolismo sacro de la razón” durante el siglo de las luces.
En los últimos capítulos, el análisis se enriquece al considerar otras exigencias y demandas. Una de ellas, interesantísima, ronda el plano individual, y la titula Los placeres del aburrimiento- Cuatro siglos de garabatos. Su aproximación consiste en exaltar la función del garabato en momentos de distracción: su valor está relacionado con la psicología del ocio y muestra al garabato como remedio contra la fatiga. La conclusión general que trae a escena con este ejemplo es aún más inteligente al sembrar una mirada crítica sobre el arte moderno, y que sugiere que la actividad artística fue ganando identificación no tanto con la destreza como con la necesidad de crear. Finalmente, estos estudios sobre el uso y función del arte terminan con una aproximación al papel que en la modernidad juegan las instrucciones gráficas (por ejemplo la instrucción para el chaleco salvavidas en los aviones).
Cerrando, Gombrich trata de despejar la nubosidad que trae el estereotipo explicativo del estilo artístico en función de la época. Aunque es cierta la correspondencia entre estas dos categorías, propone que es más honesto para el historiador dedicar su interés a entrever las relaciones entre el arte, el gusto y la representación, donde ésta última sería la clave para continuar el estudio propuesto por este libro, puesto que invita a entender que la representación es la gran demanda social que hace del arte y otras prácticas visuales elementos indispensables para el conocimiento.