Las cosas que perdimos en el fuego y las que seguimos perdiendo. Reseña

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Hoy terminé de leer Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez. No exagero al decir que dejó una fosa abierta en mi pecho. Esa excavación profunda exige que reflexione en mi entorno y en la realidad por la que transito cuando salgo de casa. Enriquez me recordó que en Latinoamérica el terror está impregnado en el aire, pero, por alguna razón, se diluye con el viento. ¿A qué me refiero? A que, aunque vivimos en constante pánico —en constante peligro—, lo hemos normalizado, al grado de que casi no lo vemos.

Escribo desde México. Ayer, mientras caminaba por el barrio, observé a dos niños saliendo de su casa. Felices, cargaban tres envases de caguama. Su papá los vigilaba desde la puerta. Ellos me miraron orgullosos. Intuí que las caguamas eran para su padre. ¿El señor de la tienda también lo entenderá así? ¿Entregará a los niños el alcohol con la excusa de que PROBABLEMENTE lo beberá su padre?

El otro día, me quedé platicando con una ex policía. Me contaba que, la época en la que más consumió “cristal” fue cuando patrullaba con sus compañeros: en los cateos se apoderaban de tantas drogas que era imposible no usarlas. Dejó a su esposo cuando éste comenzó a golpearla y cuando vio el esqueleto hipocondriaco en el que se había convertido. Al parecer, solo los unían las metanfetaminas.

Hace unos días se hizo viral la noticia de los jóvenes que “tiraron” a su bebé en una bolsa de basura. La semana pasada una influencer acuchilló a otra por “salir” con su exnovio. Los cárteles tienen secuestrada la “libertad” en Sinaloa. El año pasado, según informes nacionales, tuvimos un total de 100,000 personas desparecidas. Javier Duarte saldrá de prisión en el 2026 (o antes). María Elena Ríos tuvo que colarse en el mitin de Sheimbaum para recordarle a México que el hombre que la quemó con ácido sulfúrico no está preso. Puedo continuar, pero me desviaría más del tema. Lo que es importante rescatar es que solo en estos contextos podemos comprender que la ficción es menos ficción de lo que quisiéramos.

Cuando terminé “Chico sucio”, el primer cuento contenido en Las cosas que perdimos en el fuego, me burlé de mí misma. Me había horrorizado por cada una de las palabras de Enriquez, quien narraba cómo es vivir en Constitución, un barrio peligroso de Buenos Aires. La autora me sumergió en la escena con una prosa tan persuasiva que, sin darme cuenta, estaba observando a travestis prostituyéndose, a niños siendo utilizados por vendedores de drogas, a embarazadas dejando que las cenizas de sus cigarros cayeran sobre sus barrigas. Miré a infantes descalzos, observé robos violentos, presencié ataques a jóvenes y, cuando menos me lo esperaba, mientras más conmovida por aquellos desdichados argentinos me encontraba, leí las palabras que marcarían el curso de mi lectura:

¿Había narcos así en Constitución? ¿Como los que me sorprendían cuando leía sobre México, diez cadáveres sin cabeza colgando de un puente, seis cabezas arrojadas desde un auto a la escalinata de una legislatura, una fosa común con setenta y tres muertos, algunos decapitados, otros sin brazos?

Quedé impactada. Seguro la autora también se impactó cuando entendió su propia realidad al compararla con otra, igual de marcada por la violencia. Esa es mi experiencia con cada uno de los doce relatos contenidos en Las cosas que perdimos en el fuego. Ningún cuento me “quedó a deber nada”. Todos me sorprendieron. Todos son el reflejo de Latinoamérica. Esa realidad que pocos queremos aceptar, pero en la que estamos sumergidos de alguna u otra forma. Sentir estos textos lo demuestra.

Enriquez tiene el poder de humanizar a sus personajes. Entendemos incluso a los que desaprobamos. Comprendemos por qué la “travesti” tardaba una hora duchándose; por qué las chicas prefieren decir que no comen por evitar subir de peso y no por la ausencia de comida; por qué un chico se arroja hacia los trenes; por qué una joven se casa con la persona que más detesta en el mundo para evadir su soledad; por qué una mujer se obsesiona con una calavera (y ni nos preguntamos de quién es la calavera ¿verdad). Eso somos: humanos que sobreviven. A veces tratamos de hacer las cosas bien, pero no siempre se puede. Y la ocasión en la que no actuamos como siempre es la que marcará nuestro destino.

Leer a Enriquez es enfrentarse al miedo: miedo del presente, miedo del futuro. ¿Qué ocurre con el clavito de Pablito y con la chica que iban a violar los militares? “¿Con quién los vamos a denunciar si ellos son el gobierno?” Si los polis defienden los robos, si atacan a los chiquillos, los cosifican, los arrojan al río…

Sin embargo, escondida entre toda esa desalentadora tragedia encontramos la resistencia. Desfigurada, sí. Porque el cuerpo es el reflejo del alma ¿Cómo podemos esperar una humanidad bella si ha sido tan maltratada? En medio del grito de auxilio que resuena en cada una de las hojas, podemos advertir que al final hay un desafío hacia el sistema, una posible salvación, que será tan brusca y rigurosa como lo exija su raíz.

Pero, si en el libro de Enriquez hallaremos impunidad, pobreza, crimen, desdicha, drogas, mugre, personas deformes, adolescentes asesinados, niños sacrificados, edificios oxidados, agua contaminada, el oscuro reflejo de América latina… ¿Por qué deberíamos leerlo?
Las cosas que perdimos en el fuego es imprescindible para poner los pies sobre el piso. Enriquez exhibe a la sociedad de una manera tan grotesca, pero a la vez tan realista, que nos convierte en cómplices por el simple acto de normalizarla, deseamos encontrar remedio a los males y aplaudir a los que se rebelan contra el sistema que nos mantiene sumidos en la miseria. Se trata de literatura honesta. No teme al significado de las palabras. Tampoco teme usarlas. ¿Por qué habrían de atenuarse las palabras?

Las cosas que perdimos en el fuego es un libro de miedo, pero de miedo latinoamericano. Aunque aparecen fantasmas, están lejos de ser ellos los que nos espantan. Al contrario, tenemos compasión de su pasado, su dictadura, su ruin gobierno. Los relatos son espejos en los que indiscutiblemente nos observamos, como si en lugar de leerlos a ellos, ellos nos leyeran a nosotros y supieran que, a veces, sí deseamos la muerte (¡ay, qué dura afirmación); como si supieran que sabemos de la existencia de páginas clandestinas donde podemos contratar sicarios y comprar órganos; como si supieran que somos egoísta o, en el mejor de los casos, despistados; como si supieran que somos capaces de juzgar a niños de cinco años que no se atrevieron a defendernos.

En el compendio predominan los finales abiertos, inconclusos. Esto por una sola razón: no hace falta cerrar los relatos. La realidad siempre supera la ficción. Y, si en nuestro entorno las cosas no han cambiado, ¿por qué lo harían en la literatura? En este libro, la realidad traspasa los límites de las letras. Y, así, con descripciones increíblemente bien logradas, atmósferas tensas, personajes sinceros, lugares poco comunes y tramas poco convencionales, se configura el libro de Enriquez, publicado en la editorial Anagrama en el 2016 y galardonado, un año después, con el premio “Ciutat de Barcelona” bajo la categoría “Literatura castellana”.

Semblanza de la autora de la reseña

Dora Luz Herrera Jiménez (Naolinco de Victoria, Veracruz, México, 18 de abril del 2000). Egresada de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, posee una especialización en Claves para la igualdad de género por la Universidad Nacional Autónoma de México, así como una certificación en Feminismo, género y política por la Universidad Autónoma de Barcelona. Además, ha cursado cuatro certificaciones en Escritura Creativa por Wesleyan University (Certificados en Linkedin: www.linkedin.com/in/dora-luz-herrera).

En 2024, publicó su primera antología de relatos, Fémina: Memorias que el tiempo no ha borrado, disponible en Amazon y en la editorial Novel Editores (Veracruz). Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el “Curso de Creación Literaria para Jóvenes 2022” y ha contribuido con relatos a antologías como Voces del Totonacapan (2023), y Cuando duele el amor (2025). Recibió una mención honorífica por su relato “Hasta mi puerta” en el XIII Concurso Nacional de Narrativa “Elena Poniatowska” y el tercer lugar en el concurso universitario “Calaveritas”, de la Mega ofrenda UNAM 2021. Recientemente, obtuvo el Segundo lugar en el III certamen de relato corto “Desigualdades” en España, organizado por Acción en Red Madrid y es finalista del II Premio Nacional Sophia – FILCO de Literatura Joven «Voces del Futuro» 2025.

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1 comentario en «Las cosas que perdimos en el fuego y las que seguimos perdiendo. Reseña»

  1. El tema es terrible e inquietante, nos preguntamos qué depara a la humanidad si persistimo por este camino. Lo lamentable es que este panorama no solo acontece en América Latina, quizás aquí es mas elocuente. Excelente reseña.

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