La virtualidad nos consume. Nos incluye y excluye al mismo tiempo. Requiere de nuestra atención y nosotros, a su vez, de su inmediatez para hacernos notar. Hemos desarrollado una necesidad de percibir al mundo en ese pozo de aguas movedizas al que llamamos virtualidad. Todo y nada.
Los pecados capitales han dejado de cobrar factura en la interacción uno a uno en las calles, los restaurantes, los mercados o en la conversación con los contertulios; se da en las redes sociales, a veces sin palabras sino con imágenes, algo que explicó Yuri Lotman en “El concepto del texto” donde hemos llegado a un punto en el que algo “se entiende sin la necesidad de palabras” y eso genera una necesidad de inmediatez. Es muy frecuente que nos ausentemos de la comunidad real para asistir al diálogo cibernético en grupos de Messenger o WhatsApp o ligues virtuales en Tinder. Parece haber en nosotros un deseo inherente que nos incita a demostrar (y a mostrar) al mundo de la virtualidad lo que estamos comiendo, la película que veremos, con quién estamos de compras, nuestro nuevo look frente al espejo del baño, la bebida venti en Starbucks, etcétera. Sucumbimos así a las ansias por mirar si a alguien le gustó nuestra fotografía, si nos escribió o compartió alguna de nuestras publicaciones. Miramos constantemente el teléfono celular — ¡esa nueva extensión de nosotros que nos hace completos!— porque queremos asistir a los sucesos de los otros y compartir los nuestros por muy desabridos que sean, lo importante es estar presentes en Youtube, Instagram, Facebook, Twitter: redes que están para seguir y ser seguidos sin que nuestros pasos —o los de los demás— se cansen. En el mundo del arte y la literatura son un buen trampolín publicitario: memes literarios como los de Hilario Peña, brevedades como las de Gabriel Ramos Zepeda, comentarios como los de Luis Jorge Arnau, para mostrar una postura política ante los acontecimientos mundiales y, al mismo tiempo, el trabajo que realizan y comparten con la intención de que sus contactos vean. De los Booktubers… [silencio del autor].
Uno de los usuarios más tenaces de las redes sociales es el escritor Armando Alanís Canales (Saltillo, 1956). Imparte cátedra en la carrera de Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), dirigió la revista Eureka, en el diario Milenio escribía cada sábado en el suplemento “Laberinto” unos mini textos a los que llamó “Alfileres”, publicó las novelas Lágrimas del centauro y Alma sin dueño y minificciones: Sirenas urbanas y Coitus Interruptus. Las brevedades datan desde las greguerías del maravilloso Ramón Gómez de la Serna (“Como daba besos lentos duraban más sus amores”) hasta las del maestro Augusto Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”) tan citados y celebrados hasta nuestros días.
«Una minificción o microrelato no supera el espacio de una página. Las mejores ocupan uno o dos párrafos; las sublimes, una sola línea”, nos dice Alanís en la presentación de Coitus interruptus (2016), un libro que nació de “la práctica cotidiana de este deporte que es la minificción” y algunas de las brevedades surgieron “en una primera versión en Facebook o en Twitter, redes sociales” de las que se sirve el autor para experimentar. Este pequeño libro se divide en tres partes: Quién, Cuándo y Cómo, que van muy bien con el título del libro: Coitus interruptus —que nos hace pensar en que siempre nos quedamos con ganas de más— y cuestionamos intrigados: ¿coitus interruptus de quién, cuándo, cómo? Nos transporta al chisme, a la indagación, al voyerismo, a la pregunta.
Hay una conciencia de juego en cada brevedad, para ello el título será fundamental pues en la medida que lo asociemos con el texto, la vuelta de tuerca surgirá para hacernos reír, sorprendernos o reflexionar durante unos instantes y después recomenzar con la siguiente. Armando Alanís extrae de las redes sociales aquellos dardos que le parecen dignos de publicarse, los aglutina, les da forma, el cariz necesario para presentarlos en un pequeño librito que no excede las 37 páginas y lo ofrece para ser leído en el trayecto del trabajo a la casa (o de la casa al trabajo según nuestro humor).
En su lectura habrá un deleite y para muestra un botón: “Mosquito”, donde nos dice: “Tiene clara su razón de ser: no dejarme dormir esta noche” o “Soñador: Era un soñador de tiempo completo. Estaba desempleado”. En ambos casos la premisa —Mosquito y Soñador— será secundada por el texto que es una sola línea y dota así al título de una importancia mayúscula puesto que es la pieza que complementa nuestra lectura: tenemos una iluminación que, en palabras de Wolfgan Iser, “consigue enredar al lector en el texto”. Estamos atrapados para bien o para mal, emitiremos un juicio una vez comprendido ese microrrelato que nos sacudió.
La necesidad de expresarnos, de tener la conciencia de que muchos lectores requieren rapidez, inmediatez y requieren imágenes (las más de las veces) o textos breves, nos obliga a ser más concisos. No se entienda esto como que es fácil por ser corto, es un trabajo que requiere de observación, interacción en las redes sociales (y las no tan sociales), lecturas, ingenio, creatividad y disciplina. Lo micro se hace macro. Las minificciones que nos obsequia Armando Alanís en este libro podrían ser aforismos como aquellos que escribieron Baltasar Gracián, Nietzsche, José Martí o Jorge Luis Borges, por mencionar a algunos, que nos explotan en las manos para ofrecernos claridad como aquel aforismo de Flaubert que reza así: “El futuro nos tortura, el pasado nos encadena. He aquí por qué se nos escapa el presente”. Y nuestro presente es ahora, vivámoslo que este texto llegó a su fin. Punto.
Al buen entendedor, pocas palabras. Buen trabajo. Gracias.